Volvía a nevar como aquel día. Parecía que el destino también recordaba lo mismo que yo, y sabía lo que iba a ocurrir.
Me paré delante de la puerta del castillo y comprobé que continuaba igual de cerrada. Años antes había intentado entrar, pero la imposibilidad de abrir la puerta y encontrar una manera de entrar sencilla, junto con la promesa que le hice a Grunh, me hicieron desistir. Esta vez no iba a ser igual.
Previendo esta posibilidad, me había puesto en contacto con unos amigos del Gremio de Dronda, que me consiguieron una varita capaz de abrir puertas. La saqué de mi mochila, la observé y toqué con ella la puerta al tiempo que pronunciaba la palabra de mando tal y como me habían enseñado. Con un fuerte crujido, la puerta se abrió.
Me adentré en el castillo, al tiempo que desenvainaba mi espada. Si había un dragón, pagaría por lo que le hizo a Grunh.
Me abrí paso a través de un pasillo que parecía haber vivido un centenar de batallas: mesas, cuadros y otros objetos de decoración rotos, algunos de ellos semi-calcinados; hollín, golpes y arañazos en la pared.
Sin embargo, me di cuenta de que algunos de esos arañazos no eran legados de la batalla, sino inscripciones: "Vete de aquí", "No te acerques", "Huye".
Continué avanzando a través del pasillo.
"No encontrarás lo que buscas", "Sólo te espera tu perdición", "Necios aquellos que se acerquen", "El dragón no desaparecerá".
Finalmente llegué a una gran estancia que parecía haber sido un bonito salón hacía una eternidad. En aquél momento, sólo era una estancia cubierta de huesos; restos de animales devorados.
Cuando me adentré en la estancia, oí algo encima de mí. Miré hacia arriba y, entonces, una sombra gigantesca se abalanzó sobre mí. La rechacé y nos quedamos mirándonos cara a cara; era el dragón que mató a Grunh. Por lo menos Grunh había hecho pagar muy cara su vida, pues el dragón lucía una cicatriz que recorría su ojo izquierdo. Me abalancé sobre él.
Se produjo una lucha feroz que se alargó casi una hora; cuando yo estaba prácticamente agotado, desarmado en el suelo y aguardando mi muerte, noté como, entre los huesos que cubrían el suelo como una alfombra, se encontraba una espada de tacto helado. Cuando finalmente el dragón se acercó para darme el último golpe, mirándome con ese ojo casi inyectado en sangre, yo alcé la espada del suelo y la dirigí a su indefenso abdomen, haciéndole una herida gemela a la de la cicatriz que tenía en su costado derecho. El dragón profirió un rugido ensordecedor al tiempo que se retiraba. Un río de sangre brotaba de la herida, extinguiendo su aliento; se desplomó en el suelo.
Me levanté y me acerqué a recoger la espada que me había dado la victoria y apagado mi sed de venganza; cuando me di cuenta de que la empuñadura era la de la espada de Grunh, me reí, exultante. Sin embargo, esa sensación duró poco.
Cuando me disponía a extraer la espada del cuerpo inerte del dragón, este abrió su ojo derecho pesadamente, y su cuerpo empezó a brillar. Instintivamente me aparte, pero enseguida vi que no estaba en peligro; el dragón se estaba transformando.
Al cesar la luz, lo que quedó fue el cuerpo desnudo de un hombre de avanzada edad.